COMPONENTE DE TRABAJO GRADO 10
Lea cuidadosamente el siguiente texto para resolver la guía de trabajo. Recuerde dejar al final su comentario sobre lo leído.
TODOS SOMOS IGUALES
El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón
produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal, porque de lo
que abunda en el corazón habla la boca. Lucas 6:45
En un pueblo, gobernaba un hombre famoso por sus abusos
de autoridad y su desprecio hacia las clases más humildes. Con frecuencia hacía
fiestas a las cuales invitaba sólo a la gente más acaudalada de la localidad,
gente como él, indiferente a las necesidades de los pobres.
Un día llegó al pueblo el señor Freyman, un empresario
muy rico, quien pensaba instalar una gran industria en el lugar, lo cual
significaría un gran progreso y fuentes de trabajo para los lugareños. El mismo
gobernador fue a recibir al empresario, le ofreció su casa y lo acompañó a ver
el terreno.
Esa noche, ofreció una fiesta en su honor, en donde, como
siempre se reuniría la crema y nata del pueblo.
Estaban en medio del banquete, cuando a un mozo se le
cayó una bandeja con vasos, haciéndose trizas en el suelo, justo enfrente del
gobernador y su invitado.
¡Pero que no te fijas imbécil?- le gritó el gobernador al
muchacho, quien muy asustado procedió a recoger los vidrios. El hombre no cesó
de insultarlo, hasta que terminó de recoger todo. El empresario se quedó
observando muy conmovido e indignado la escena, pero lo disimuló.
Después que se hubo ido el muchacho, se dirigió al
gobernador: - Señor gobernador... ¿le puedo hacer una pregunta? - Por supuesto,
mi estimado señor Freyman- respondió zalamero el gobernador. - ¿Si esos vasos
se me hubieran caído a mí, qué hubiera pasado?, ¿me habría usted insultado como
lo hizo con ese pobre muchacho?
El gobernador se turbó por la pregunta y respondió: -
¡Por supuesto que no señor Freyman, cómo cree! - ¿Y por qué no? También se
hubieran roto los vasos. - Pero no es lo mismo... ¡cómo iba yo a ofenderlo a
usted! - Ah, ¿y por qué a ese muchacho sí? - Pues... es solo un indio... un
desarrapado...
- Es un ser humano, igual que usted, igual que yo-
declaró firmemente el empresario. - ¡Pero cómo
se va a comparar con nosotros ese pobre diablo! - Ese
pobre diablo, como usted lo llama, merece respeto y consideración. El hecho de
no poseer bienes, no hace a un hombre menos merecedor de estos.
Las palabras del empresario se escuchaban claras y
decididas en el comedor, pues todos los invitados se habían quedado en
silencio, asombrados, viendo como el gobernador, era avergonzado por su
invitado de honor.
¡Ah que señor Freyman, me resultó usted predicador!-
trató de bromear el gobernador, para disimular su malestar. No, señor
gobernador, estoy hablando muy en serio. Bueno, pero no es para tanto jeje...
Pues quiero que sepa, que yo fuí como ese muchacho, yo servía mesas en la
taberna de mi pueblo... ¿Pero cómo es posible? Así es, señor gobernador. Yo
vengo de una familia muy pobre, empecé a trabajar desde los doce años. No le
voy a contar mi historia, pero quiero que sepa que porque he estado abajo, sé
cómo se siente ser tratado como usted ha tratado a ese muchacho. Y una cosa le
aseguro, yo soy la misma persona, ahora que tengo dinero, que cuando no lo
tenía y eso, gracias a los valores que me enseñó mi madre. Porque el hombre no
vale por lo que tiene, sino por lo que es. Hay muchos ricos que no valen nada y
muchos pobres que valen oro. Todos nacemos igual: sin nada y todos morimos
igual: sin nada. No importa si en este mundo fuimos ricos o pobres, cuando lo
dejamos, nada material nos llevamos. Todos nos hemos de presentar ante Dios de
la misma manera, para Él somos todos iguales, así que si para Él somos todos
iguales, ¿quiénes somos nosotros para hacer diferencias?
El empresario terminó de hablar y calmadamente prosiguió
con su cena, dejando a todos consternados y pensativos, especialmente el gobernador,
quien esa noche había recibido la lección más grande de su vida. Porque no hay excepción
de personas para con Dios. Romanos 2:11
García Schneider, Angélica. http/www.lecturasparacompartir.com/reflexion/todossomosiguales.html
COMPONENTE DE TRABAJO GRADO 11
COMPONENTE DE TRABAJO GRADO 11
Lea cuidadosamente el siguiente texto para resolver la guía de trabajo. Recuerde dejar al final su comentario sobre lo leído.
"Yo siempre tengo razón"
"Quien no opina como yo
está equivocado". Éste es el convencimiento secreto de todas las personas
que discuten. Y es lógico que así suceda, porque tener una opinión significa
creer que se tiene una opinión acertada; de donde resulta que quienes no tengan
la misma opinión tendrán forzosamente una opinión errónea.
El que las propias opiniones sean siempre acertadas se
basa en un hecho ya señalado en un pequeño librito de cincuenta
páginas escrito por el señor Descartes.
Comienza diciendo, ese librito, que la inteligencia es la cosa
mejor repartida del mundo, pues cada uno está conforme con la que tiene. Es
decir: con la mucha que tiene; a lo cual puede, agregarse que cada uno está
conforme, también, con la poca que tienen los demás. Gracias a la mucha
inteligencia que uno tiene y a la poca que tienen los demás, resulta que quien
siempre está en lo cierto es uno mismo, y quienes siempre se equivocan son los demás.
Como opinar es tener razón,
lo terrible es que a uno no lo dejen opinar y le griten: "¡Usted se
calla!". Así los padres le amargan a uno la adolescencia, y de la misma
manera se la amargan los profesores de matemáticas pues en matemáticas resulta
que tampoco lo dejan a uno opinar, que es no dejarlo tener razón. Y lo mismo
sucede en la comunidad, cuando uno les grita a todos: "¡Ustedes se callan!",
después de lo cual ese uno puede,
justamente, decir: "¡Yo siempre tengo razón!"
En el famoso librito del señor
Descartes se aconseja no discutir y conformarse con la generosa dosis de inteligencia que Dios
le ha dado a cada uno, sin regocijarse por la poca que le ha dado a los demás. Pero sería falso sostener, sin embargo,
que las discusiones son inútiles, porque de ellas no surge ninguna verdad.
Surge, por lo menos, la reafirmación de dos verdades: precisamente las que se
refieren a la mucha inteligencia de uno mismo y a la poca ajena. (Con la
ventaja de que de esas dos verdades se convencen las dos personas que discuten). Como, en definitiva, toda
discusión tiende a reafirmar ese convencimiento, no conviene invocar razones
que compliquen una cosa tan sencilla. Las razones se invocan para demostrar la propia
inteligencia, pues tener razón en algo es ser
inteligente en la apreciación de ese algo. De ahí que cada uno se
resista a aceptar las razones ajenas, y de ahí, también, que cada
uno diga que el otro no quiere entender razones.
El que discute no acepta razones, y hace bien, porque aceptar razones es reconocer que
quien está equivocado es uno mismo y no el otro. Y para llegar a eso no valía
la pena discutir. Lo mejor, pues, cuando alguien desconocedor de la
técnica de la discusión, invoca razones, es recurrir al argumento clásico y definitivo y decirle:
"¡A mí no me va a convencer con razones!" (De otra
manera, más popular, pero menos sabia: "¿Usted me quiere trabajar de
palabra?").
Un procedimiento eficaz para evitar que la discusión
se complique con razones es emitir la propia opinión lo más oscuramente
posible. Es el consejo que hace veintitantos siglos daba el señor Aristóteles,
que de estas cosas entendía una barbaridad: "Es necesario presentar
oscuramente la cosa, pues así lo interesante de la discusión queda
en la oscuridad". Si el otro no entiende, tendrá
que confesarlo, y confesar que no se entiende algo es confesar que
la inteligencia no le da para tanto. (Con este procedimiento se evita, además,
que aprendan gratis los curiosos atraídos por la discusión).
Lo molesto, en una discusión, es que cuando uno está exponiendo sesudamente sus
opiniones, el otro lo interrumpa para preguntarle: "Me permite, ahora,
hablar a mí ?" O sea: ¿Me permite
opinar? Pero, ¿cómo se lo va a dejar al otro que opine? ¿Cómo se lo
va a dejar que, opinando, se forme el prejuicio de que tiene razón? A veces, el
otro, pasándose de vivo, lo interrumpe a uno para decirle: "¡Yo no opino
lo mismo!" Y con eso cree tener razón,
sin darse cuenta de que precisamente porque no opina lo mismo está equivocado.
De ahí que, para abreviar la discusión y demostrarle rápidamente al otro que
está equivocado, conviene preguntarle:
"¿Usted no opina lo mismo? Si contesta que sí, reconocerá que quien tiene razón
es uno; y si contesta que no, estará perdido, pues habrá
confesado que quien no tiene razón es él.
Por eso, quienes saben qué está en juego en una discusión, si se les pregunta:
"¿Usted no opina lo mismo?", contestan evasivos: "Mire, yo
francamente... ". El "francamente" es para despistar. Los que
así contestan son los que no tienen interés en ponerse de acuerdo con nadie. Y,
si se mira bien, se verá que en las discusiones nadie puede tener interés de
ponerse de acuerdo con nadie. Si después de discutir dos horas es necesario
admitir que se estaba de acuerdo, se produce una doble decepción,
porque cada uno se ve obligado a estar conforme con la mucha inteligencia que
al otro le ha tocado en suerte, que es una manera de no estar conforme con la
poca inteligencia que le ha tocado a uno. Y para llegar a eso, tampoco valía la
pena discutir.
Como se ve, una buena discusión es toda una técnica de higiene mental; en las discusiones
conviene que hable uno sólo y que el otro sea quien confiese que no opina lo
mismo. En rigor, cuando se discute no interesa decir qué opina uno mismo ni
averiguar qué opina el otro. Lo que interesa es decirle, al otro, que está
equivocado, como se asegura que hacía Unamuno. Unamuno entraba en una reunión y
preguntaba: "¿De qué se trata? ¡Porque yo me opongo!" Y les
demostraba enseguida, sin dejarlos chistar, que todos estaban equivocados. Y si
a alguien se le preguntaba después: "¿Qué dijo Unamuno?", ese alguien
contestaba: "¡No sé!" ¡Pero tenía toda la razón del mundo!"
Y ahora algún lector podrá sostener que no, que todo esto es falso, que la
técnica de la discusión no es ésa. Pero ese lector, por el simple hecho de
confesar que no opina como nosotros, reconoce, sin quererlo, que está
equivocado.
Vicente Fatone
[Publicado originalmente en El Mundo (periódico)
17-X-1939. Edición de Ricardo Laudato]
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